jueves, 5 de julio de 2012

Allá lejos



La vida amanecía en el emporio de palmeras y mulatos esparcidos. Un largo viaje los descubría juntos. Allá lejos. Donde rara vez pareciera existir el ocaso. Donde el inmenso salino se resistía a no rociarles los pies. Marchaban zambulléndose uno en el otro. Allá lejos. Enterrando aquello que habrían sido. Arrinconando huellas de lo que anhelaban ser. 

Allá lejos merodeaban mientras en un respiro inmovilizaron sus manos. Donde bastó una mueca delatadora para sentir sobre la arena lo bendita de su sinónima necesidad. Allá. Donde se estrellaron sus fantasías mientras la tibieza del agua les erizaba la piel.

Allá lejos. Cerca de las palabras abandonadas. Con las rodillas atrapadas al mentón apreciando la última línea visible del mar. Allá donde ninguno esbozó dicción alguna, donde quizá ninguno la necesitó. Donde era más fácil perdonar al  tiempo perdido que ceder la ambición de comenzar a vivirlo. Allá lejos. Donde la marea se obsequió.



Allá y en la orilla al borde de ser abrazados por las olas. Donde se apasionaron al desconocer lo próximo a ese horizonte que fingía ser el fin. Allá dijo, allá no puede morir el mar. Acá, respondió, acá no puede morir esta historia. Allá lejos la escribieron con el mar.

sábado, 23 de junio de 2012

Gracias


Se abría el telón y nadie quería perdérselo. Una jornada que debía apellidarse con algo más que con suerte. Once tipos y la confianza  encomendada en sus piernas. Miles y miles destilando el destello de dos colores al aguardo de que alguno haga algo por ellos. Porque hace tiempo que necesita algo más que suerte. Porque está herido. Porque lo golpearon. Porque lo apalearon para agrietarlo sin misericordia alguna.  Pero están ahí. Aún los veo. Son millones disimulados en once. Dispuestos a embutir aquellas grietas concibiendo que se saborea la gloria.  Porque sí, para nosotros era la gloria.

Permanecen ahí. Eran todos o ninguno. Once tipos contra otros once y otros tantos otros colgados de nuestros reveses esperando vernos aventados sobre el césped. El eternamente odiado mortal del silbato arroja el estreno del cotejo y  aunque su apogeo resulte imperecedero ocurre que para el hincha  se detiene el tiempo. Porque no consigue hacer otra cosa más que  reconstruir cada minuto con el mismo fulgor con el que vivió el precedente. Porque esta ahí. Asombrosamente detenido sin permitirse turbarse, sin tiempo ni oportunidad alguna de alcanzar la razón. Porque no hace más que sentir.  Porque sufre y porque esa hermosa pesadumbre le acalambra el estómago, le rescinde las uñas,   le vigoriza la efusión. Porque tiene la fantasía de creer saber resolver lo que uno de esos once no está pudiendo. Porque comete la ridiculez de gritarles teniendo la consciente certeza que no será escuchado.  Porque al gritarle sus miserias, se está gritando a él mismo. Porque sueña con poder alguna vez corvetear esa pelota, con esos tipos, en ese césped.


Debíamos demostrárselo a ellos. Necesitábamos demostrárnoslo a nosotros. Seguían ahí. Pareciera como si ahora  el tiempo se detuvo para y ante ellos.  Gambetean sin  entenderse ni encontrar la manera de llegar a donde quieren ir.  Están desorientados, despilfarrados, como si el hincha les hubiese regalado la fantasía de reconstruir los minutos.

Y en un relámpago aparece el tipo que ofrece el milagro  Sacude a la pelota y la despierta. Sospecha que ahora  es él el dueño del minuto que todos los hinchan querrán reconstruir. Levanta la cabeza, patea y en un segundo que desfila prolongado confirma su recelo.  La pelota comete la brillantez de estallar sobre la red y cuando aún  todavía no se dignó a acariciar el césped, el  milagroso  alarido del sin número del almas comienza a saborear la gloria. Prodigiosa es la cuantía de conmociones que resucitan en esa única palabra. 

Pero habría más. El tipo iba a agrandarse. Estaba dispuesto a volver a cometer semejante divinidad. Y en otro descomunal  relámpago nos devolvió el jadeo.  Porque extrañamente para nosotros, los golpeados y arruinados  todo iba saliendo bien. Los hasta entonces colgados de nuestros reveses se descuidaron y se cayeron del pedestal. 
Nuestra la gloria,  con ella este tipo y con él inmensidades de gracias.  El que tuvo la agudeza de hacer lo que los diez restantes codiciaban. El que nos hizo gritar dos veces esa palabra que despliega agraciado cuantío de conmociones para demostrar que somos muchos, que somos fuertes, que somos grandes.

Seguían ahí. Ya no eran once tipos contra otros once. Eran nuestros once. En realidad eran diez y este tipo. Porque sería inoportuno no reverenciarlos a todos. Porque sería indigno no suministrarle mis gracias. Porque éstas gracias son gracias por todo. Por la cosecha de ayer y los minutos de hoy. Por despertar a  esa pelota y obligarla a que se estampe contra la red. Por devolvernos la gloria y la oportunidad de entender que jamás nadie debió permitir nuestra ausencia en aquél lugar. 

miércoles, 20 de junio de 2012

Otra era la historia

Impreciso es intuir sobre aquello que  circunda. La hostilidad de aquél presentimiento que con júbilo triunfa por sobre el deleite de la sensatez, acalambra, desespera, descoloca.

Aunque muy lejos esté de acercarme a la infidelidad de mis presunciones, no necesito ni quiero saber nada. Sólo me conformo con sentir. Balbucee por un momento y me detuve a pensar en la causa de mi angustia y fue entonces el recuerdo quién dispuso.

Recordé el jardín con los malvones de la abuela Tita. Recordé la habitación de papá  admirando  el rostro del general aglutinado sobre el inmaculado paredón, al que la luz del majestuoso astro iluminaba por la tarde, como si él estuviese ahí, dejándose extasiar. Recordé el rostro de mamá y sus innumerables intentos por  instruirme, mientras coqueteaba con su fisonomía  y se adornaba para la hora del té.

 Era entonces el recuerdo quien llevaba el mando. Mi ingratitud se lo había conferido.

Me cercó el pasado y con él sus laberintos. Otra era la historia y  otros eran los tiempos donde el fervor de la temperatura no detenía a la muchedumbre.
Estaba allí. Aún puedo ver su fulgor al admirar el primer discurso de Evita. Me enamoré inconsideradamente de ella. Se enamoró inútilmente de mí.

Impreciso es intuir sobre aquello que circunda, refrendo. Hoy  me alivia la idea de peregrinar arrojando culpas.  Pensé  y acusé como si el hecho de hacerlo me devolviese al menos  un rasguño  de lo que había perdido. Fue entonces cuando  me animé a culparla. Los culpe a todos. Me culpé a mí.

Di cuenta que no estaba solo en la eventualidad de difamar culpables.
Los que hasta entonces eran los míos perseguían mis pasos.  Progenitores subordinados y atravesados por el clasismo decían poder testificar su peligrosidad, bestialidad y antagonismo. Regañaban por ella, claro. Me concedían el ataque permanente como si acaso ello pudiese deslizarla de mi pedestal, como si sólo ello alcanzara para que no elija permanecer allí perpetuamente detenido frente a ella.

Sus rasgos me convulsionaban, me enloquecían. Marchaba libre, compleja,  dotada de preciosidad. Era necesariamente increíble.

Añoro nuestros parloteos sobre Perón. Ella decía admirarlo. Ellos, despreciarlo.
Otra era entonces la historia y otros eran los nuevos viejos tiempos. Otros éramos nosotros contemplándonos a escondidas y embalsamando a la memoria.

Resolvió abandonar su filantropía sin caridad ni prejuicio alguno. Ignoré atribuirle la paramnesia de mis culpas. Los culpé a todos. Me culpé a mí. La culpa no gozaría ahora de su autoría. Y es que cómo animarme a culpar el olvido. Acaso esa muchacha había logrado verse lejos de mí. 

martes, 19 de junio de 2012

EL MAL QUE NO CESA






Tendrá unos 8 o 9 años. Avanza como atropellando el pasillo del subte, prolijas hebillas sujetándole el pelo, dos flores bordadas en los bolsillos del jeans. El gesto duro, casi agresivo, al ofrecer la consabida estampita; tan frágil en su tosquedad. Algunas estaciones después ingresa al mismo vagón, de la mano de otro apenas mayor; un niñito que hace muy poco dejó de ser bebe. Es todo sonrisas, pies descalzos y carita redonda: su cosecha de monedas rápidamente supera a la de la brusca muchachita del jeans bordado.

Mendigan solos, al finalizar el día, en un vagón atestado de adultos que oscilan entre la incomodidad, la compasión y la molestia.

Forman parte de los 456.000 chicos trabajadores que habitan en nuestro país y que por una razón u otra, tiende a naturalizarse, a formar parte del paisaje, a no causar el escándalo que en realidad debería provocar. 

Semana del Día Mundial contra el Trabajo Infantil. Magnífica observación de Diana Fernandez Irusta.

Fotógrafo estadounidense  Lewis Hine. 

sábado, 16 de junio de 2012

Pensaba




Pensaba que pensando uno deja de pensar buscando pensar en otra cosa. Es una seguidilla de reemplazos ¿Por qué  piensa uno cuando piensa,  o  cómo es que llega a pensarlo?

Coexistimos sabiendo y desconociendo. Sabemos que el pensamiento es fulminante y atropellado. Desconocemos de dónde proviene o cómo es que consiguió llegar allí.  Lo excéntrico es que se instala por mucho más tiempo del que suponemos que demoró en emerger.  

¿Será cierto eso de que uno piensa que el otro también piensa en lo que uno está pensando? ¿Será  sólo un consuelo  para mentirle al pensamiento para que no se entere de cuenta de su aboluta soledad?

Lo cierto es que nunca nos detenemos a pensar cuántas veces pensamos en el día o cuántas veces hacemos esta seguidilla de reemplazos forzosos para no pensar en lo que no queremos. Si quiero, puedo ¿Y si me niego a quererlo? Y si acaso hoy, caprichosamente hoy no quiero pensar en eso o aquello ¿por qué sucede que lo termino pensando?

Uno siempre piensa hasta cuando cree que no está pensando. Probablemente exista no pensar en nada.  La certeza indica que se puede no pensar en todo,  la creencia, que se puede pensar en nada.

Pensaba que no hay sinfines de pensamientos. Cavilando pueden localizarse. En algún lóbulo, los afamados racionales, creativos y hasta artísticos. En algún otro, los que conforman una etnia utópica y  hasta a veces burlesca,  aquellos que tienen convención inquebrantable con lo sentimental.

¿Pensamos y sentimos o sentimos y pensamos? ¿Cómo es la cosa? Infinidades de veces  deducimos que el “sentir”  es ambicioso y triunfa  por sobre  el “pensar”,  aunque qué absurdo,  el pensamiento siempre se asoma primero, rasguña sí, pero al fin y al cabo, aparece.

Pensaba en pensar, que pensando uno deja de pensar buscando pensar en otra cosa. Yo pienso que realmente pienso sólo cuando me animo a pensar.



Carmelo





El marco perfecto. El sello imponente de la naturaleza me confería  la eventualidad de apropiarme de aquello.  Una eterna tarde deseando registrar aquél cerco. Un río vecino que ideaba la unidad. La ribera del uruguayo  Carmelo. Cierto gentío proyectando ruidos para hacerse oír. La música que retumbaba en el ocaso. La estrella que se dejaba seducir por la noche.



Puedo acostumbrarme a estar sedienta y abusiva a cualquier cosa, hasta puedo enamorarme de mis propios males aún sabiendo que no voy a ser correspondida. Hoy elijo creer, no porque quiera, sino porque lo necesito y  es por eso que hoy mi juego me condena por forjar preguntas, y me absuelve por desplegar respuestas.






Me invadió la nostalgia. Tengo una escena asentada en la cabeza y decidí que ahora disfrute de su eco. Un banquito, guardapolvos y la caricia del solcito de las diez de la mañana .Una charla. Una de esas tantas en los recreos donde jugábamos a imaginar nuestro futuro, y donde alguien alguna vez preguntó ¿Se imaginan cuando disfrutemos de los 20?  Y ahora claro, nos invadieron los años.

Una escena asentada en la estela de un suceso que despilfarra regodeo.


lunes, 14 de mayo de 2012

Quizá


El puño cerrado. La fuerza se opaca por la presión sanguínea y el color de la piel se vuelve algo rojizo. Sus falanges sobresalían como huella en cemento, mientras por su parte sus venas jugaban a hacer laberintos.
La energía viajó hasta allí y se instaló sin pedir permiso alguno. La mente correteaba sin dejar que la reina paz sea protagonista. El cuerpo transpiraba y hasta quieto sintió estar atado a la adrenalina y al bullicio.
Quizá dolor, quizá bronca, quizá desazón. Ella lo sentía así, lo vivía así.
En un momento y vaya a saber por qué,  decidió pensar aunque lo logró con esfuerzo. El pensamiento resultó un calambre para su cabeza y una de esas tormentas de verano la envolvió en un núcleo vacio.
El puño seguía cerrado. La mente competía a ser el mejor postor  mientras  la estructura somática se resistía a la idea de no darle revancha. La discordia era tal que hasta sintió ver el brillo en sus ojos e imaginó que una sumisa lágrima rozaba su mejilla. Alucinó, quizá si, quizá no. Pero pensó, y al hacerlo no obtuvo opción más que dejar junto a la orilla aquel simulacro consciente que en ella despertó temor. Quizá dolor, quizá bronca, quizá desazón. Ella lo sentía así, y ahora, lo querría así.

viernes, 23 de marzo de 2012

Él siempre la esperaría


El gigante se detenía en aquella estación que por inercia le regalaba melancolía. Bajo la sombra, hacía antesala una hilera de almas, afanosas por bautizar su número de butaca, mientras que otra, arribaba desesperaba por invitarle un paseo a su maleta.

Las plataformas gozaban vacantes, mientras algún que otro personaje despertaba curiosidad entre la casi inexistente muchedumbre. En un santiamén admiró esa certeza inquebrantable que la obligaba a mantener la prisa, él la esperaba, él siempre la esperaría.

Decidió usurpar la misma carretera, aquella carente de ruidos, de aglomeración  y del majestuoso sol de enero que al  toparse con el cemento le quemaba hasta las costillas. Su paso era audaz y certero,  aunque sus tacones lidiaban con la idea de dominarlo.

No muy lejos de aquella historia, él presentía su llegada. Deseaba interrumpir su cotidiana siesta para poder descubrirla detrás del ventanal. Recorría una y otra vez el ambiente esperando contemplar su sombra y ansiaba que el paseo de su maleta caducara allí.

En  realidad ellos no eran ellos, no eran dos, sino uno. Jamás serían ambos. Eran más que uno sin ser dos.
El  crepúsculo era cómplice de ello. Le seducía la idea de dejarlos solos en el parque y le fascinaba ser testigo de sus juegos idílicos, un juego que jamás nadie experimentó, donde hay uno o ninguno , pero nunca dos.



Su consciencia jamás descansó. Se hospedó en una gran posada de preguntas aunque despojó la duda al perpetuar que él la esperaba, él siempre la esperaría. En su juego no había vencedores ni vencidos. La regla magna era transmitir.  Era un juego sin bandos ni períodos, era uno, sólo uno, eran ellos sin ser “ellos”, eran más que uno sin ser dos.


Sintió sus pasos y desesperó. Decidió sentarse al saber que aún faltaría algún que otro minuto para verla, aunque a su ansiedad poco le importó, y esa idea no perseveró. Contempló su sombra y supo al fin  que el paseo de su maleta habría terminado. La vió. Lo vió. Se descubrieron.

sábado, 3 de marzo de 2012

No me animé


Pretendía sellar estas ultrajantes líneas diciendo que no pude decirlo. Pretendía mentirle sí, a usted.  Al mismo que va leyendo veinte palabras y ciento siete grafemas y al mismo, que acaba de descubrirlo. Es que no voy a jactarme de arcángel  ni mucho menos. Sólo pretendo decirle que iba a cometer la estupidez de forjar una farsa profana. Es más. Pretendía tener la caradurez de fraguar  la vulgaridad de chantajearlo, consciente, no obstante, de tener la convicción de que usted, el mismísimo que no debe entender aún si es a usted a quien le hablo, hasta entonces no daba cuenta de mi picardía.

He aquí el momento donde le debo mucho más que una retractación abyecta e inadecuada. Es que sí, le debo mucho más que eso y hasta más de lo que mi ensueño dispare. Siéntase entonces el único garante por el que escribo, el único socio en el que confío, mí único agraciado cómplice. Cómo hacer para mentirle si es usted quien añora y llena de vida todas y cada una de estas palabras. Cómo hacer para no decirle que le debo noches, días y hasta mi más tristes mañanas. Cómo hacer para no deberle,  si  cada dicción que pronuncio  es una deuda irrefutable.

Sírvase entonces el veredicto fidedigno. Con la careta despatarrada en el suelo y el orgullo al lado, rozándole la nariz, pretendo decir entonces que no me animé a decirlo. Ningún mortal me selló la boca como insinuó mi injuria inaugural.  No me tiembla el pulso al desplegar mi cobardía. No. No si usted catequiza mis palabras. No si usted se convierte extraordinariamente en mi único agraciado cómplice, en mí mejor aliado, en el más fiel sacerdote acaecido por tanto desahogo.

Debo revelarle que el miedo asume la culpa de mi agravio. Aquél embustero que todo lo alza o lo destruye. Aquél que hizo que esa mañana me descubra un sabotaje íntegro. Y no, no voy  a vacilar. Fue el miedo. Disfrazado cual sol recién amanecido quien intruso por la lumbrera me fatigó la emoción.  El que se quedó ahí, suspendido entre la faringe  y la boca, detenido e inmóvil, como si algo lo castigase sólo por querer asomarse. El miedo,  personificado con cuerpo y alma, nombre y apellido y con algo más que dos palabras y miles y millones de latidos.

Sepa usted que fue el miedo el que me obligó a mentirle. Ahora no pienso regalarle una artimaña. Fue él quien detuvo mis esbozos de palabras para perpetuarlas e inmortalizarlas en mis ojos. Fue el único culpable de mi silencio escandaloso. Porque aún así,  sería egoísta culparlo sólo a él y no recordarle que yo no me animé. Usted lo sabe, no me animé a decirlo.
 Pero algo retumbó entre las paredes. Algo que el miedo no pudo detener ni con todo su ejército de hombres. Algo que yo pude ver, sentir,  hasta oler.  Algo que vieron todos. Algo que ahora usted ve.  Algo que ahora comparte conmigo. Algo que es una excusa, una exquisita excusa para que usted me disculpe. Algo para que usted no me imite y se anime a creer en mí.