Impreciso es intuir sobre aquello que circunda. La hostilidad de aquél presentimiento que con júbilo triunfa por sobre el deleite de la sensatez, acalambra, desespera, descoloca.
Aunque muy lejos esté de acercarme a la infidelidad de mis presunciones, no necesito ni quiero saber nada. Sólo me conformo con sentir. Balbucee por un momento y me detuve a pensar en la causa de mi angustia y fue entonces el recuerdo quién dispuso.
Recordé el jardín con los malvones de la abuela Tita. Recordé la habitación de papá admirando el rostro del general aglutinado sobre el inmaculado paredón, al que la luz del majestuoso astro iluminaba por la tarde, como si él estuviese ahí, dejándose extasiar. Recordé el rostro de mamá y sus innumerables intentos por instruirme, mientras coqueteaba con su fisonomía y se adornaba para la hora del té.
Era entonces el recuerdo quien llevaba el mando. Mi ingratitud se lo había conferido.
Era entonces el recuerdo quien llevaba el mando. Mi ingratitud se lo había conferido.
Me cercó el pasado y con él sus laberintos. Otra era la historia y otros eran los tiempos donde el fervor de la temperatura no detenía a la muchedumbre.
Estaba allí. Aún puedo ver su fulgor al admirar el primer discurso de Evita. Me enamoré inconsideradamente de ella. Se enamoró inútilmente de mí.
Impreciso es intuir sobre aquello que circunda, refrendo. Hoy me alivia la idea de peregrinar arrojando culpas. Pensé y acusé como si el hecho de hacerlo me devolviese al menos un rasguño de lo que había perdido. Fue entonces cuando me animé a culparla. Los culpe a todos. Me culpé a mí.
Di cuenta que no estaba solo en la eventualidad de difamar culpables.
Los que hasta entonces eran los míos perseguían mis pasos. Progenitores subordinados y atravesados por el clasismo decían poder testificar su peligrosidad, bestialidad y antagonismo. Regañaban por ella, claro. Me concedían el ataque permanente como si acaso ello pudiese deslizarla de mi pedestal, como si sólo ello alcanzara para que no elija permanecer allí perpetuamente detenido frente a ella.
Sus rasgos me convulsionaban, me enloquecían. Marchaba libre, compleja, dotada de preciosidad. Era necesariamente increíble.
Añoro nuestros parloteos sobre Perón. Ella decía admirarlo. Ellos, despreciarlo.
Otra era entonces la historia y otros eran los nuevos viejos tiempos. Otros éramos nosotros contemplándonos a escondidas y embalsamando a la memoria.
Resolvió abandonar su filantropía sin caridad ni prejuicio alguno. Ignoré atribuirle la paramnesia de mis culpas. Los culpé a todos. Me culpé a mí. La culpa no gozaría ahora de su autoría. Y es que cómo animarme a culpar el olvido. Acaso esa muchacha había logrado verse lejos de mí.
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