La vida amanecía en el emporio de palmeras y mulatos esparcidos. Un largo viaje los descubría juntos. Allá lejos. Donde rara vez pareciera existir el ocaso. Donde el inmenso salino se resistía a no rociarles los pies. Marchaban zambulléndose uno en el otro. Allá lejos. Enterrando aquello que habrían sido. Arrinconando huellas de lo que anhelaban ser.
Allá lejos merodeaban mientras en un respiro
inmovilizaron sus manos. Donde bastó una mueca delatadora para sentir sobre la
arena lo bendita de su sinónima
necesidad. Allá. Donde se estrellaron sus fantasías mientras la tibieza
del agua les erizaba la piel.
Allá lejos. Cerca de las palabras
abandonadas. Con las rodillas atrapadas al mentón apreciando la última línea
visible del mar. Allá donde ninguno esbozó dicción alguna, donde quizá ninguno
la necesitó. Donde era más fácil perdonar al tiempo
perdido que ceder la ambición de comenzar a vivirlo. Allá lejos. Donde la marea
se obsequió.
Allá y en la orilla al borde de ser
abrazados por las olas. Donde se apasionaron al desconocer lo próximo a ese
horizonte que fingía ser el fin. Allá dijo, allá no puede morir el mar. Acá,
respondió, acá no puede morir esta historia. Allá lejos la escribieron con el
mar.