El gigante se detenía en aquella estación que por inercia le regalaba melancolía. Bajo la sombra, hacía antesala una hilera de almas, afanosas por bautizar su número de butaca, mientras que otra, arribaba desesperaba por invitarle un paseo a su maleta.
Las plataformas gozaban vacantes, mientras algún que otro personaje despertaba curiosidad entre la casi inexistente muchedumbre. En un santiamén admiró esa certeza inquebrantable que la obligaba a mantener la prisa, él la esperaba, él siempre la esperaría.
Decidió usurpar la misma carretera, aquella carente de ruidos, de aglomeración y del majestuoso sol de enero que al toparse con el cemento le quemaba hasta las costillas. Su paso era audaz y certero, aunque sus tacones lidiaban con la idea de dominarlo.
No muy lejos de aquella historia, él presentía su llegada. Deseaba interrumpir su cotidiana siesta para poder descubrirla detrás del ventanal. Recorría una y otra vez el ambiente esperando contemplar su sombra y ansiaba que el paseo de su maleta caducara allí.
En realidad ellos no eran ellos, no eran dos, sino uno. Jamás serían ambos. Eran más que uno sin ser dos.
El crepúsculo era cómplice de ello. Le seducía la idea de dejarlos solos en el parque y le fascinaba ser testigo de sus juegos idílicos, un juego que jamás nadie experimentó, donde hay uno o ninguno , pero nunca dos.
Su consciencia jamás descansó. Se hospedó en una gran posada de preguntas aunque despojó la duda al perpetuar que él la esperaba, él siempre la esperaría. En su juego no había vencedores ni vencidos. La regla magna era transmitir. Era un juego sin bandos ni períodos, era uno, sólo uno, eran ellos sin ser “ellos”, eran más que uno sin ser dos.
Sintió sus pasos y desesperó. Decidió sentarse al saber que aún faltaría algún que otro minuto para verla, aunque a su ansiedad poco le importó, y esa idea no perseveró. Contempló su sombra y supo al fin que el paseo de su maleta habría terminado. La vió. Lo vió. Se descubrieron.