viernes, 23 de marzo de 2012

Él siempre la esperaría


El gigante se detenía en aquella estación que por inercia le regalaba melancolía. Bajo la sombra, hacía antesala una hilera de almas, afanosas por bautizar su número de butaca, mientras que otra, arribaba desesperaba por invitarle un paseo a su maleta.

Las plataformas gozaban vacantes, mientras algún que otro personaje despertaba curiosidad entre la casi inexistente muchedumbre. En un santiamén admiró esa certeza inquebrantable que la obligaba a mantener la prisa, él la esperaba, él siempre la esperaría.

Decidió usurpar la misma carretera, aquella carente de ruidos, de aglomeración  y del majestuoso sol de enero que al  toparse con el cemento le quemaba hasta las costillas. Su paso era audaz y certero,  aunque sus tacones lidiaban con la idea de dominarlo.

No muy lejos de aquella historia, él presentía su llegada. Deseaba interrumpir su cotidiana siesta para poder descubrirla detrás del ventanal. Recorría una y otra vez el ambiente esperando contemplar su sombra y ansiaba que el paseo de su maleta caducara allí.

En  realidad ellos no eran ellos, no eran dos, sino uno. Jamás serían ambos. Eran más que uno sin ser dos.
El  crepúsculo era cómplice de ello. Le seducía la idea de dejarlos solos en el parque y le fascinaba ser testigo de sus juegos idílicos, un juego que jamás nadie experimentó, donde hay uno o ninguno , pero nunca dos.



Su consciencia jamás descansó. Se hospedó en una gran posada de preguntas aunque despojó la duda al perpetuar que él la esperaba, él siempre la esperaría. En su juego no había vencedores ni vencidos. La regla magna era transmitir.  Era un juego sin bandos ni períodos, era uno, sólo uno, eran ellos sin ser “ellos”, eran más que uno sin ser dos.


Sintió sus pasos y desesperó. Decidió sentarse al saber que aún faltaría algún que otro minuto para verla, aunque a su ansiedad poco le importó, y esa idea no perseveró. Contempló su sombra y supo al fin  que el paseo de su maleta habría terminado. La vió. Lo vió. Se descubrieron.

sábado, 3 de marzo de 2012

No me animé


Pretendía sellar estas ultrajantes líneas diciendo que no pude decirlo. Pretendía mentirle sí, a usted.  Al mismo que va leyendo veinte palabras y ciento siete grafemas y al mismo, que acaba de descubrirlo. Es que no voy a jactarme de arcángel  ni mucho menos. Sólo pretendo decirle que iba a cometer la estupidez de forjar una farsa profana. Es más. Pretendía tener la caradurez de fraguar  la vulgaridad de chantajearlo, consciente, no obstante, de tener la convicción de que usted, el mismísimo que no debe entender aún si es a usted a quien le hablo, hasta entonces no daba cuenta de mi picardía.

He aquí el momento donde le debo mucho más que una retractación abyecta e inadecuada. Es que sí, le debo mucho más que eso y hasta más de lo que mi ensueño dispare. Siéntase entonces el único garante por el que escribo, el único socio en el que confío, mí único agraciado cómplice. Cómo hacer para mentirle si es usted quien añora y llena de vida todas y cada una de estas palabras. Cómo hacer para no decirle que le debo noches, días y hasta mi más tristes mañanas. Cómo hacer para no deberle,  si  cada dicción que pronuncio  es una deuda irrefutable.

Sírvase entonces el veredicto fidedigno. Con la careta despatarrada en el suelo y el orgullo al lado, rozándole la nariz, pretendo decir entonces que no me animé a decirlo. Ningún mortal me selló la boca como insinuó mi injuria inaugural.  No me tiembla el pulso al desplegar mi cobardía. No. No si usted catequiza mis palabras. No si usted se convierte extraordinariamente en mi único agraciado cómplice, en mí mejor aliado, en el más fiel sacerdote acaecido por tanto desahogo.

Debo revelarle que el miedo asume la culpa de mi agravio. Aquél embustero que todo lo alza o lo destruye. Aquél que hizo que esa mañana me descubra un sabotaje íntegro. Y no, no voy  a vacilar. Fue el miedo. Disfrazado cual sol recién amanecido quien intruso por la lumbrera me fatigó la emoción.  El que se quedó ahí, suspendido entre la faringe  y la boca, detenido e inmóvil, como si algo lo castigase sólo por querer asomarse. El miedo,  personificado con cuerpo y alma, nombre y apellido y con algo más que dos palabras y miles y millones de latidos.

Sepa usted que fue el miedo el que me obligó a mentirle. Ahora no pienso regalarle una artimaña. Fue él quien detuvo mis esbozos de palabras para perpetuarlas e inmortalizarlas en mis ojos. Fue el único culpable de mi silencio escandaloso. Porque aún así,  sería egoísta culparlo sólo a él y no recordarle que yo no me animé. Usted lo sabe, no me animé a decirlo.
 Pero algo retumbó entre las paredes. Algo que el miedo no pudo detener ni con todo su ejército de hombres. Algo que yo pude ver, sentir,  hasta oler.  Algo que vieron todos. Algo que ahora usted ve.  Algo que ahora comparte conmigo. Algo que es una excusa, una exquisita excusa para que usted me disculpe. Algo para que usted no me imite y se anime a creer en mí.